J. Edgar, el filme y la biografía de un director del FBI

Saul Landau.- De niño escuchaba en la radio “El FBI en la Paz y en la Guerra”. Mis padres habían escuchado durante los años 30’ “G-Men”. J. Edgar Hoover, director del FBI, contribuyó a producir esos programas y, en el nuevo filme biográfico “J.Edgar”, nos enteramos también que Hoover orquestó varios otros programas de radio y TV con el fin de mostrar a los perseguidos por su organización como “criminales peligrosos” y su “monitoreo” de “comunistas subversivos” como el resultado de un enfoque de equipo que él personalmente inculcó.

La gramática del entretenimiento, sin embargo, reclama héroes individuales y Hoover no quería corajudos agentes de campo –como Mel Purvis que mató a John Dillinger- que le robaran la gloria y, tal como enseña el filme, lo apartó. El FBI ideal de Hoover consistía en epígonos, con trajes y pelados similares dictados por el jefe. En el filme, un joven Hoover (Leonardo di Caprio) despide a un agente con bigote. No aprobaba el cabello facial.

A los diez años, sabía de Hoover a través de toda la información radial que lo describía como el líder de un cuerpo policial que siempre capturaba al objetivo. Mi tío Max, comunista, se mofaba. “Hoover es un asqueroso farsante. Baila en tutu en la sala de su casa con su esposa Clyde Tolson”.

Yo rabiaba de indignación ante tales calumnias. Yo estaba mejor enterado que él porque escuchaba “Caza Bandidos”, que incluso vi en el cine en episodios semanales. En los 60’ llegué a ponerme de acuerdo con el Tío Max. Con el COINTELPRO de Hoover, los informantes del FBI penetraron grupos de derechos civiles y anti-belicistas, proliferaron los agentes provocadores y el FBI cometió crímenes. Hoover destruyó las vidas de muchas personas, lo cual justificó con manida retórica anticomunista.

En 1974, gracias a la Ley de Libertad de Información, recibí más de 1000 páginas del archivo a mi nombre, la mitad de ellas tachadas. El Buró había intervenido mi teléfono. Página tras página recogen conversaciones con mi padre –nada siquiera remotamente político- y planes que tenía de viajar de San Francisco a Los Ángeles para visitarle. El FBI había plantado un informante en la estación televisiva donde yo trabajaba, para conocer de mis planes de viajes aéreos.

A inicios de los 70’, el Buró reveló, por orden judicial, que había plantado cerca de 70 informantes en el Instituto de Estudios Políticos (IPS) donde yo trabajaba. Un juez federal hizo que el FBI pagara todos los costes legales y jurídicos y les exigió que no repitieran tales actividades.

En septiembre de 1976, el FBI comenzó a investigar el asesinato en Washington, mediante una bomba en su auto, de Orlando Letelier y Ronni Moffitt, una colega del IPS que estaba junto a él. Investigadores honestos de ese cuerpo resolvieron el caso y nombraron como responsables al jefe de la Inteligencia chilena y otros policías secretos, así como cinco exiliados derechistas cubanos.

La policía política de Hoover hizo poco para frenar a la Mafia o al crimen corporativo, pero creó archivos sobre millones de norteamericanos. ¿Sería el instinto bibliotecario de Hoover?

Deduzco del “J.Edgar” de Clint Eastwood que aquel retrato radial de infancia, las burlas del Tío Max y mis propias experiencias con el FBI omitieron una cuestión: Hoover también tenía alma. Di Caprio interpreta un torturado homosexual reprimido con una madre dominante (Judi Dench) que no quería tener “de hijo a un pajarito”.

Al morir ella, Hoover se pone su vestido y su collar y llora. Eastwood y el guionista Dustin Lance Black (del filme “Milk”) muestran que el poderoso y controlador jefe de la mayor agencia policial del país también experimentaba profundo dolor emocional.

Vemos inteligencia y ambición en su ascenso de bibliotecario a custodio de archivos policiales. John F. Kennedy durmió con una espía germano-occidental, Hoover le cuenta a Bobby Kennedy para hacerle saber que no podía siquiera pensar en despedirlo.

Di Caprio captura la extrema desorientación de Hoover, casi babeando, al escuchar una cinta de un micrófono plantado en la habitación de hotel de Martin Luther King – con una mujer. Se deleita leyendo el correo de Eleanor Roosevelt, “descubriendo” una supuesta relación lésbica con una reportera.

Tras morir Hoover en 1972, vemos cómo Nixon despacha de inmediato un escuadrón para destruir los archivos secretos del difunto – algunos de ellos dedicados a Nixon. Helen Gandy, secretaria- custodio de Hoover (Naomi Watts), ha intentado limitar el alcance de las acciones desproporcionadas de su jefe e incluso en la muerte protege su imagen pública que ella equipara a la del Buró. El filme la muestra haciendo trizas aquellos archivos antes de que el escuadrón de Nixon llegara a las oficinas de Hoover.

Eastwood retrata la indefensión de Hoover en una disputa entre esposos o amantes cuando él y su pareja Tolson (Armie Hammer) – a quien dejó todas sus posesiones- se pegan, luchan y luego se besan. Hoover lo amaba, aunque el film no muestra o siquiera sugiere la consumación sexual. El público puede juzgar a este emotivo, desequilibrado y autoritario sicópata del control, a este hombre inteligente y vulnerable, que se encuentra en una situación embarazosa durante una audiencia en el congreso debido a sus actividades auto-promocionales.

En el filme el viejo Hoover dicta su historia a jóvenes Agentes Especiales, pero no quiere contar la verdad; más bien se enaltece distorsionando los hechos para hacer ver que ha logrado, él solo, proteger el país de asesinos despiadados, secuestradores (el secuestro de Lindbergh ocupa buena parte de la película) y todo aquello que oliera a comunismo, anarquismo o rosa-izquierdismo.

El odio vomita patriotismo, odio al comunismo, pero el filme nos lleva a sospechar que Hoover se odiaba a sí mismo. Incapaz de controlar su impulso más repulsivo –su madre odiaba los “pajaritos” – intenta alcanzar poder sobre personas e instituciones. El filme sugiere con sutileza que Hoover se convirtió en su propio enemigo interno, su madre lo subvirtió al no permitirle manifestar su identidad sexual. Su carrera, más que marcar, manchó décadas de la historia norteamericana y mucha gente pagó un alto precio por la dinámica síquica de J. Edgar.

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